18 de noviembre de 2016

Las cervezas que no tomaba antes

Odio tener tiempo libre.
Odio tener tiempo libre, porque es en esas horas ociosas cuando, observando con la misma atención una pared como mi semidesintegrado reflejo en el espejo, me planteo ciertas cuestion -banales, por descontado, en su mayoría, pues el propio pensar cómo o si puedo ser feliz me lleva, a su vez, a no serlo (indago si la filosofía predispone sus bases en eso, en un pesimismo perpetuo que conduce a la búsqueda de una respuesta frecuentemente inexistente que lo cese).
Contradictorio, como siempre. No nací para estar ajustada a la sociedad, para ser adecuada para otros o, incluso, para mí misma. Simplemente, no puedo esperarlo.
No puedo esperarlo, al igual que tampoco puedo pretenderlo.
Sí puedo desearlo, pedir que todo volviese a las cervezas que no tomaba antes, a esos meses no tan lejanos en los que eran otros los que necesitaban ese zumo de cebada tan socialmente explotado. Yo solo me sentaba, y sonreía, sin requerir hablar de cosas especialmente importantes para sentir que todo aquello tenía sentido.
Las cervezas que no tomaba antes... Cuando aún estaba convencida de que me podía comer el mundo, de que podía hacer lo que quisiera y de que todo podía conseguirlo con esfuerzo; cuando no creía necesitar amueblar mis ideas, pues siempre quedaría un espacio para ellas; cuando con todas mis fuerzas creía que el mundo todavía podía ser aséptico –y si no lo era, yo podía darle un buen lavado. Sin embargo, en estos últimos tiempos parece que todo se ha dado la vuelta. Como si el Leviatán le hubiese dado una patada a mi vida y ahora no supiese donde quedan los pies, la cabeza, el este o el oeste. Muchos dirían que estoy madurando, mientras yo pienso que, si este es el precio a pagar, prefiero no comprarlo.
Definitivamente, nada es como antes. No sé qué está ocurriendo últimamente que tengo la sensación de que la vida se está ensañando; de que no deja de pegarme puñetazos; de que ha cerrado mis puertas y ventanas, se ha tragado la llave y ha corrido hasta que no pueda yo verla. Lo que antes me hacía feliz ya no me provoca ni ilusiones. No puedo compadecerme de mí misma, no puedo quejarme de haberme emocionado y que luego todo fuera mentira, ya que:
  1. Ya no me predispongo al engaño.
  2. Ya no siento ilusión alguna.
No me gusta ser testigo de tal revelamiento, de que el mundo ya no es un camino lleno de posibilidades, sino un sendero recto y homogéneo, sin salidas o desviaciones, rodeado de pies que te devuelven a él a patadas en cuanto te intentas apartar.
Aún así, aquí sigo yo, contradictoria, caminando por el borde, deseando ser capaz de poder ir por el centro del camino y, al mismo tiempo, rogando que éste no fuera así.
Y me pregunto dónde quedaron esos mundos asépticos, tan llenos de mi juventud y de ganas de ser grande. Me pregunto dónde quedaron las cervezas que no tomaba antes. Me pregunto si todo esto serán cuestiones banales, o si todo es, en realidad, fruto de mi tiempo libre, el mismo que no tenía antes.

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